Disfrutar de una obra de ficción implica el cumplimiento de un contrato entre dos partes. El proveedor plantea una historia, unos personajes y un mundo imaginario al cliente, y éste, aceptará lo que el proveedor le ofrezca, siempre y cuando no exceda ciertos límites.
Parece un trato sencillo, pero en realidad este negocio presenta un factor de ambigüedad tremendo. Esos límites no son fijos, son una frontera móvil que cambia de persona a persona. De aquí proviene la imposibilidad de hacer una película que implique emocionalmente a todo el mundo sin excepción. Siempre existirá alguien a quien una ficción en particular no atrape. Para ese individuo, la película no será solo deficiente, sino completamente inservible como pasatiempo, porque ni siquiera habrá logrado con él lo mínimo que le pedimos al cine: Que nos transporte. Puede que el viaje no nos agrade, pero por lo menos hemos de sentir movimiento.
No sé si alguna vez habéis visto niños ante un espectáculo de marionetas. Son los niños que tienen la edad justa para comprenderlo, y a la vez para creérselo, los que más disfrutan. Conectan de la forma más íntegra posible. Tan estrecha es su participación y tan concentrada está su atención, que es casi sobrenatural. Yo diría que es su modelo mental lo que les permite integrarse con ese tipo de ficción. A un nivel tan elevado, tan increíblemente estrecho, que ningún adulto puede aspirar a alcanzarlo con ninguna obra artística si no es a través del delirante filtro de la psicosis aguda.
¿Hemos de suponer que se prestan a ello? ¿Es una suspensión voluntaria de incredulidad? ¿O es que realmente confunden realidad y ficción? Si realmente ocurre esto último, tampoco es tan grave. Ya sabemos que los niños viven en un mundo muy particular que mezcla nuestro mundo con el de su imaginación. En adultos esto sería poco recomendable, porque sería análogo a la enfermedad mental que he mencionado antes.
Dicho esto, tal vez suene sorprendente la afirmación de que, en realidad, sí hay una manera, una única manera para que el público se entregue totalmente a un espectáculo ficticio como lo hace un niño con las marionetas. O más si cabe. Se trata, ni más ni menos que del Engaño: La más vieja de las formas de ficción.
Se trata de hacer creer al público que lo que ve, es real, no ficción. Parece difícil, pero en realidad es lo más fácil del mundo: Solo es necesario no cumplir con ningun convenio conocido en el que se estipule "el contrato" que he descrito en el primer párrafo. Simplemente, hay que hacer que el espectador se encuentre inmerso en la ficción de improviso, sin advertencias de ningún tipo sobre lo que va a experimentar. Para el cliente, es como si no hubiera contrato alguno, aunque siga siendo válido para el proveedor.
Paradójicamente, este método funciona a la perfección para destruir por completo el problema de los límites. El proveedor puede excederse todo lo que quiera, que la burbuja de fantasía no explotará. Curiosamente, el hecho que el público asuma el espectáculo como una realidad, proporciona estas extrañas libertades. Es al utilizar esta metodologia cuando los hechos más increíbles pasan por completamente digeribles para el espectador, por ilógicos o improbables que sean.
Resulta que en estos tiempos, en los que el valor de la ficción a caído en picado y que solo se sostiene mediante el proteccionismo, es cuando se recurre a esta táctica. Ahora el público se ha polarizado extremadamente: O bien es un gourmet con el paladar bien entrenado y sensible o bien es un consumidor compulsivo sin criterio a quien solo le van los sabores fuertes. En ambos casos tenemos a gente tan habituada a los recursos narrativos tradicionales que captar su atención es una heroicidad.
Ahora, la televisión, o como lo llamamos en casa, "el generador de vergüenza ajena", ha decidido que, para máxima eficiencia económica, debe dirigirse a un público a quién la ficción tradicional no llegaría nunca, emotivamente hablando. Y sin embargo, necesita que el producto siga siendo ficción, por que, como todos sabemos, la ficción se puede controlar y la realidad no.
Se nos presenta aquí un escenario con lo siguientes actores: Por un lado tenemos a la televisión, cuyos productos no son los espacios audiovisuales que emite, sino los ojos. Los ojos de la audiencia, los minutos de atención que logra captar. Recolectan atención, son pescadores de mentes. Por otro lado tenemos a los anunciantes, que necesitan de esa atención para que se note la existencia de sus productos industriales sobre las repisas de los comercios. Si no salen en la tele, no son.
Finalmente, tenemos el nexo de unión de todo esto, la verdadera materia prima de la televisión. Los espectadores. Ellos no son el destinatario de producto alguno, ellos son el producto.
Ahora, pongámonos en las botas de la televisión, por desconcertante que nos parezca este ejercicio mental. Lo que vemos es que el espectador perfecto es aquel en el que el efecto del anuncio sea mayor. Es decir, que produzca una necesidad mayor de consumir el producto anunciado. El mejor espectador es el que mete dinero en los bolsillos de nuestros anunciantes (los clientes de la tele) yendo a comprar sus productos.
Para atraer la atención del espectador perfecto debemos, como televisión, adaptar nuestra parrilla a los gustos y expectativas de éste. Resulta que si nuestro espectador perfecto no aprecia ni entiende la ficción tradicional, deberemos sustituirla por otra cosa. Si a nuestro espectador perfecto las series le aburren soberanamente, si no siente empatía por ningún personaje de ficción y se la trae al pairo su destino, porque no es "de verdad", si no entiende la narrativa de las series ni de las películas, y se le escapan los recursos tradicionales que se usan en las obras filmadas, es que ese tipo de contenidos ya no valen.
Sin embargo, es muy difícil renunciar el entorno de la ficción como fuente de emociones, porque es totalmente controlable y se puede ajustar según su éxito o fracaso. Si a nuestro espectador perfecto solo le emociona lo que es real, lo que les ocurre a personas reales, y las traemos al plató, tendremos verdaderos problemas para controlarlos. Y es que la regla número uno de la tele es que nada de lo que sucede en el plató es espontáneo.
Solo hay una solución posible. La única manera de ofrecer realidad que se pueda controlar al espectador es emitiendo falsa realidad. Es, en efecto, un guiñol para adultos. Se trata de un espectáculo guionizado que pasa por ser real. A partir de aquí, a los personajes se les consideran "personas", el argumento se denomina "asunto". Los diálogos se interpretan como "debate" o "discusión" y sus peripecias pasan a ser "experiencias".
Curiosamente, las experiencias relatadas son muchísimo menos interesantes que las de la propia ficción. De hecho, son abismalmente estúpidas, pero una vez puesta la etiqueta de "esto es real" parece como si mágicamente toda la atención de los espectadores se concentrara en el mismo punto. Y todo esto con un gasto de recursos mínimo.
La televisión se ha vuelto hipereficiente. Saben exactamente que pez quieren atrapar, conocen los mejores caladeros y tienen el cebo adecuado. Aquí no hay ningún problema con las mediciones de audiencia, dejemos ese debate estéril y reconozcamos que ha habido un evolución conducida por una selección natural. Han sido las características del medio las que han modelado su contenido.
Mientras tanto, contemplemos fascinados las reacciones emotivas y entregadas de los espectadores de los "realities" ante lo que desfila ante sus ojos, análogas a aquellas de los niños de preescolar ante el guiñol. Suspensión involuntaria de la incredulidad.
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jueves, 14 de octubre de 2010
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